Hace poco más de un año, yo, la actual madre humana de Lolo, había decidido tener una mascota. Pese a que no tenía mucho tiempo libre (por aquello de trabajar desesperadamente de sol a sol), había pensado en adoptar un animalito. Pero no cualquier animal. Uno que pese a mi ritmo de vida, pudiera dedicarle el tiempo suficiente para cuidarlo, educarlo y apapacharlo.
Luego de pasar por las ideas de adoptar un perro, gato, loro, y hasta peces, surgió LA idea. Dije: “¡una iguana! Una iguana me parece buena idea. ¿Qué hacen? pues... sólo... están. Se echan al sol, trepan, comen y duermen y en realidad interactúan poco con la gente... bien, me parece adecuado tener una iguana de mascota“. Claro que pasaría poco tiempo para que medio abandonara la idea de tener una mascota. El trabajo me seguía nublando las ideas y pronto me darían una noticia que cambiaría, totalmente, mi ritmo de vida.
“¿Alguien perdió una iguana?“, “Apareció una iguana en mi jardín, está perdida pero yo no le puedo dar casa... “, “Iguana sin dueño busca casa“, “¿Alguien está interesado en adoptar una iguana?“. Esas noticias aparecieron en el estátus de Facebook de unos muy buenos amigos. Sin pensarlo, les pregunté sobre el tema y por supuesto que les dije: “¡YO! Yo puedo adoptar a la iguana“.
Quizá esa ha sido la decisión más afortunada y desafortunada que he podido tomar, y con ello... la decisión más estúpida y más inteligente al mismo tiempo. Ya les diré a qué me refiero después. Lo único que puedo decir por ahora es que, hoy tengo presente que un viernes del verano del 2010, a la 1 de la mañana regresando de la oficina, tomé entre mis brazos una caja como de 60x50cm que tenía en su interior al más extraño miembro de la familia...